La prosperidad de las Naciones
Últimamente los latigazos del
azar ensanchan biliosos credos, que justifican la solidificación de diferencias
entre seres humanos. Se extienden tesis, que ilustres adoptan por dogma,
guiadas por el vehículo de la inopia y
que sin frenos buscan atropellar el
ejercicio de la razón.
La prueba no anda lejos de la
academia, y es que en tiempos de carestía parecen revivir las tesis amarillistas
que fijan el motor de prosperidad en determinadas áreas geográficas más
propensas al desarrollo económico, o en culturas proclives al estancamiento,
incluso en la ignorancia de los pueblos. Es cierto que existen patrones a lo
largo y ancho del globo, así como, un sinfín de teorías escritas a lo largo de
la historia, que más bien quisieran expresar el hallazgo de la piedra filosofal
de la prosperidad y el desarrollo. Pero
la verdad es que aunque los modelos de prosperidad que vemos a nuestro
alrededor puedan parecer firmes, estos modelos no son inamovibles.
Pero entonces, ¿Cómo explicar las
recientes desigualdades entre norte y sur? Y ¿Las extrañas coincidencias entre
culturas y religiones que dicen ser perniciosas para el desarrollo de una
sociedad? No sé, Tal vez en Israel, Botsuana, Corea del Sur o Uruguay no
manifiestan igual opinión.
Podemos fácilmente observar, que
el denominador común en estas tesis se halla, en echar la vista atrás cuando se
trata de focalizar en la creación más humana de la historia: Las instituciones
gubernamentales. Si en algo coinciden Monstesquieu, Weber y numerosos teóricos
comentaristas que aún perviven en este campo, gracias al beneficio que otorgan
a intereses privados, es en aparcar la cuestión institucional como si esta
perteneciese al intangible mundo de la excelsitud.
Lo cierto es que en la mayoría de
casos el poder político se ha concentrado alrededor de escasas manos, lo que ha
fomentado que sociedades en su momento prosperas ahora representen el
arcaicismo geopolítico por excelencia. De manera que no se puede hablar de
sociedades holgazanas o ensimismadas por un primitivo credo, sino de
instituciones extractivas que no fomentan el desarrollo social, y que
consolidan lo que Weber denominó “el
monopolio de la violencia legítima” en pro de una élite interesada en
perpetuarse en su posición de poder.
Si algo ha demostrado la historia,
es lo que el refranero popular dice: “no
es más rico el que más tiene sino el que menos necesita”. Y la
independencia económica se consigue sembrado la semilla del progreso social,
que tiene su reflejo en la educación y la tecnología. Es por tanto que si
hurgamos en las dinámicas históricas de diferentes modelos institucionales que
creemos fracasados, como Zimbabue o Corea del Norte, la desigualdad y valores
de pobreza que sufren actualmente con respecto a sus vecinos no sorprenderían a
nadie. Ya que la capacidad de ambos países para ofrecer servicios públicos de
calidad es de escasa o nula eficacia, tomando como variable más destacables el
grado de inversión en educación del primero y calidad de la enseñanza en el
segundo.

Del mismo modo, se puede
esclarecer que la pobreza presenta
varias caras, siendo muy visible a través de la variable institucional el ulterior
progreso de un país. Es decir, de la misma manera que podemos medir el
desarrollo económico de ciertos países rentistas
del petróleo, como Venezuela o los ubicados en las costas del golfo pérsico,
observando sus instituciones podemos fijar fecha de caducidad para su
desarrollo si los precios del crudo descienden.
Por consiguiente debe dársele
primacía a solucionar no tanto la
pobreza, que de la economía puede resultar, sino de la pobreza institucional
que es la que genera la regresión nacional a largo plazo.
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